En el entramado político mexicano, quienes poseen talento, visión y compromiso no radica en la lucha contra adversarios externos, sino en la resistencia sistemática que enfrentan dentro de sus propias filas. La cultura del bloqueo, promovida por cúpulas temerosas de perder el control, se ha convertido en el talón de Aquiles para quienes poseen las capacidades y el carácter para encabezar transformaciones profundas.
El caso de Wendy Briceño Zuloaga, excluida de la contienda por la dirigencia estatal de Morena en Sonora, arroja luz sobre esta problemática. Bajo el pretexto de un punto en la convocatoria que contradice los estatutos del partido, se le impidió participar en una elección donde las bases parecían respaldar ampliamente su liderazgo. Este hecho, más allá de un conflicto interno, simboliza la tensión entre las estructuras que perpetúan el status quo y los liderazgos que buscan recuperar los principios fundacionales.
La exclusión de políticas y políticos con talento no es un fenómeno aislado. A lo largo de la historia, los partidos han privilegiado la lealtad ciega sobre la capacidad, consolidando dinámicas que favorecen la mediocridad y ahogan el pensamiento crítico. Este fenómeno no solo debilita la democracia interna, sino que también priva a la ciudadanía de representantes con la capacidad de encarnar y resolver las demandas más apremiantes.
Como lo expresó Briceño en su comunicado, “la congruencia es siempre una buena guía, aunque no siempre muestra con claridad el mejor camino a tomar”. Estas palabras resumen el dilema al que se enfrentan las y los políticos con principios en un entorno que premia la docilidad y castiga la inteligencia. En un sistema político donde los cuestionamientos son vistos como una amenaza y no como una oportunidad, el talento se convierte en un pecado capital.
La cultura del bloqueo es, en esencia, una contradicción con los valores democráticos que los partidos dicen defender. En lugar de fortalecer las instituciones mediante la inclusión de liderazgos diversos y comprometidos, se fomenta una dinámica que beneficia a quienes prefieren títeres en lugar de funcionarios pensantes.
El reto para los partidos, y para la política en general, es superar esta inercia que alimenta la mediocridad y debilita la legitimidad de las instituciones. Solo mediante la apertura a liderazgos sólidos y la reivindicación del pensamiento crítico será posible construir un sistema político que no solo gane elecciones, sino que represente y transforme las aspiraciones de la sociedad.
De continuar con estas prácticas, los partidos estarán condenados a una espiral de simulación que alejará aún más a la ciudadanía y perpetuará un modelo de poder que teme, antes que a cualquier oposición externa, a sus propios liderazgos con potencial para trascender.
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